Volver a mí: cuando lo simple se vuelve hogar
Volver a mí no fue una decisión tomada desde la voluntad, ni una meta fijada con la urgencia de los planes; fue un proceso lento, casi imperceptible, que comenzó en el instante exacto en que dejé de forzarme a comprender lo incomprensible, y simplemente me permití estar.
Durante mucho tiempo confundí la capacidad de pasar la página con una falta, con una debilidad del carácter o una estrategia de fuga. Hoy puedo ver que era otra cosa: una forma incipiente de confianza en mí, una confianza que no gritaba, pero que estaba ahí, esperando su momento para florecer.
Y
floreció. En lo simple. En lo que no necesitó adornos.
En el café de la mañana. En una palabra dicha sin apuro. En la caminata que no
buscaba nada, salvo acompañar el propio paso.
Volver a mí fue entender que la autenticidad no se grita ni se muestra. Se vive. Y se reconoce en el modo en que una aprende a quedarse. A quedarse en sí misma, incluso cuando el afuera grita, incluso cuando todo invita a volver a perderse.
Comprendí,
con una ternura que me conmovió profundamente, que no hay nada más propio que
el silencio que llega cuando dejamos de justificarnos. No hay cicatrices que
mostrar, no hay historia que narrar con detalle para ser validadas.
Solo hay una voz que se afina. Que ya no repite lo que le enseñaron a temer, ni
lo que aprendió a callar.
Y en ese espacio nuevo, en esa presencia viva, surgió también la necesidad de caminar. No como metáfora, sino como acto. Como decisión de cuerpo, como tiempo sagrado. El movimiento como forma de escucha, como modo de habitar el presente con dignidad y sentido.
Camino
porque hay algo en mí que se alinea con el pulso del mundo cuando piso tierra.
Porque me reencuentro con la voz interna que, durante años, confundí con la de
otros.
Porque entendí que Dios —si existe— no es juicio ni figura paternal
omnipotente, sino esa respiración tranquila que me acompaña cuando dejo de
juzgarme.
Y porque descubrí que la culpa no me hacía mejor persona, solo más sola.
Caminar
me devuelve al ritmo lento y confiable de los ciclos naturales.
Me recuerda que no todo debe resolverse ya, y que hay una verdad —suave,
poderosa, intacta— en la forma en que la vida se acomoda cuando dejamos de
luchar contra lo que ya fue.
Y
entonces sí, el hogar aparece.
No como un lugar físico, sino como ese estado interno que una reconoce cuando, haciendo las preguntas correctas, vuelve a sí
misma.